Los últimos meses, a veces, las más, exploto. Cierro los ojos y el
mundo se torna bicolor. En negativo. Naranja y azul. Rojo y blanco. Negro y
rosa. Como sea, lo curioso de este fenómeno es que cuando pasa, no puedo
tolerar el cambio de tonalidades, así que en mi ira y ceguera, golpeo puertas,
pateo sillas, rompo espejos para devolverles su color original, después coloco
mis manos temblorosas y lastimadas sobre mi cara lastimada y temblorosa,
ocultando mis ojos obsoletos y distantes. Entonces grito, grito su
nombre, que también es el mío, también grito en nombre de dios, y yo sé que
todo lo hecho en nombre de dios es pecado, así que interrumpo mis gritos a la
mitad de su esplendor para no lastimar más mis oídos. Tanto he gritado
que ahora voy sabiendo que el silencio atenta contra el cielo y que yo lo
alimento con mis gritos, que nadie escucha, que nunca nadie percibe, de los que
nunca nadie sabrá. Sólo ella, que es yo, y que llamo y casi nunca viene.
Entonces es así que vivo en un constante exilio de mí mismo. Atrapado en el
redil de mis obsesiones y mis ataques de ira, que aunque liberadores por un
rato, son cárcel de culpa y distorsión.
Así
pasaron las semanas. Mis ataques de ceguera se sucedían con inusitada
frecuencia, hasta que un día ella llegó. Entró lentamente, sorteando la
oscuridad de mi habitación y tanteando el terreno, como soldado que inspecciona
una ciudad que fue bombardeada días antes, y aún con sus saltos ágiles y
decididos, tardó un poco en llegar hacia mí y cuando estuvo lo suficientemente
cerca, me echó una mirada que bien podría echarle una madre al hijo que llora
por el extravío de un juguete, o por una herida en el codo, una mirada tierna y
sarcástica al mismo tiempo: familiar. Extendió su mano y me ayudó a levantarme
de mi estupidez, que su mirada había intensificado. Me guió hacia la sala y
entonces supe.
Me
arreglé lo más que pude y la invité a sentarse. Lo hizo enseguida. Le ofrecí un
cigarro y lo aceptó amablemente arrancándolo con precisión de mi cajetilla. Y
como antes había sacado yo el mío y ya lo había encendido, encendí el suyo,
entre agradecimientos. Entonces entendí que uno no puede escapar de su autodestrucción,
que a lo mucho lo que uno puede hacer es invitarla a pasar, sentarla a la sala
e invitarle un cigarro. Platicar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario