viernes, 30 de agosto de 2013

Sala.

Los últimos meses, a veces, las más, exploto. Cierro los ojos y el mundo se torna bicolor. En negativo. Naranja y azul. Rojo y blanco. Negro y rosa. Como sea, lo curioso de este fenómeno es que cuando pasa, no puedo tolerar el cambio de tonalidades, así que en mi ira y ceguera, golpeo puertas, pateo sillas, rompo espejos para devolverles su color original, después coloco mis manos temblorosas y lastimadas sobre mi cara lastimada y temblorosa, ocultando mis ojos obsoletos y distantes.  Entonces grito, grito su nombre, que también es el mío, también grito en nombre de dios, y yo sé que todo lo hecho en nombre de dios es pecado, así que interrumpo mis gritos a la mitad de su esplendor para no lastimar más mis oídos.  Tanto he gritado que ahora voy sabiendo que el silencio atenta contra el cielo y que yo lo alimento con mis gritos, que nadie escucha, que nunca nadie percibe, de los que nunca nadie sabrá. Sólo ella, que es yo, y que llamo y casi nunca viene. Entonces es así que vivo en un constante exilio de mí mismo. Atrapado en el redil de mis obsesiones y mis ataques de ira, que aunque liberadores por un rato, son cárcel de culpa y distorsión.
Así pasaron las semanas. Mis ataques de ceguera se sucedían con inusitada frecuencia, hasta que un día ella llegó. Entró lentamente, sorteando la oscuridad de mi habitación y tanteando el terreno, como soldado que inspecciona una ciudad que fue bombardeada días antes, y aún con sus saltos ágiles y decididos, tardó un poco en llegar hacia mí y cuando estuvo lo suficientemente cerca, me echó una mirada que bien podría echarle una madre al hijo que llora por el extravío de un juguete, o por una herida en el codo, una mirada tierna y sarcástica al mismo tiempo: familiar. Extendió su mano y me ayudó a levantarme de mi estupidez, que su mirada había intensificado. Me guió hacia la sala y entonces supe.
Me arreglé lo más que pude y la invité a sentarse. Lo hizo enseguida. Le ofrecí un cigarro y lo aceptó amablemente arrancándolo con precisión de mi cajetilla. Y como antes había sacado yo el mío y ya lo había encendido, encendí el suyo, entre agradecimientos.  Entonces entendí que uno no puede escapar de su autodestrucción, que a lo mucho lo que uno puede hacer es invitarla a pasar, sentarla a la sala e invitarle un cigarro. Platicar.


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