Y ahí estás, recostado sobre un asiento muy cómodo, puestas tus
manos sobre los respaldos laterales. Te sientes como nuevo. Miras hacia la
derecha, la ventana, y de cuando en cuando una persona, poste, árbol o sombra
se infiltra en tu paisaje en cuestión de parpadeos. Esto significa que ya todo
está atrás: su aliento tibio en la mañana, sus pies fríos en la noche, su
estúpida expresión al mirar al cielo cuando está atardeciendo. Te preguntas,
justo cuando comienzas a quedarte dormido en el cómodo terciopelo del autobús
de las cinco, cómo es que tomaste la decisión de guardar tu ropa, tu reloj y tu
vida en una maleta para emprender la huida, escapar, luego piensas en cómo
llegaste a la estación, con qué billetes compraste el boleto que desde hace
tanto querías comprar y qué sonrisa luciste al recibirlos; reflexionas sobre
cómo escaparse de un lugar te acerca más a ti mismo. Te acomodas en tu asiento
y corres la cortina azul para ocultar el paisaje cegador: ya te quieres dormir.
Y a los pocos segundos cierras los ojos. Estás dormido.
Entonces
la escuchas debatiéndose en tu cama, despertando. Y lloras.
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